Cuatro billones de colillas contaminan las aguas cada año

Tienen un aspecto inocente, incluso nutritivo. Los animales marinos, por ejemplo, se las comen. No saben que las colillas de cigarrillo contienen hidrocarburos, nicotina, arsénicos y metales pesados capaces de intoxicar a la fauna y frenar el crecimiento de la flora. Son un verdadero ejército. Cada año, en torno a cuatro billones de filtros de cigarrillo desembarcan en la naturaleza, viajan por sus ríos, bucean en sus océanos y terminan deshaciéndose en perjudiciales microplásticos. Las colillas son el desecho de fabricación humana más numeroso del planeta.
Cuatro billones (unos 10 cigarrillos diarios, de media, por cada fumador) son muchos millones. Incluso así, han aparecido pequeñas iniciativas que tratan de interrumpir este ciclo. En Búfalo, al norte del estado de Nueva York, la asociación sin ánimo de lucro Buffalo Niagara Waterkeeper intenta proteger los recursos acuáticos de la región. Búfalo está situada junto al Lago Erie y el río Niágara, conocido por ofrecer, 20 kilómetros más arriba, el portentoso espectáculo de sus cataratas.
Uno de los objetivos de la organización es evitar que las colillas terminen en el agua. No es que los fumadores las tiren directamente al lago o al río. Se acaban el cigarrillo, seguramente lo aplastan con un gesto natural, miles de veces practicado, y lo arrojan en el suelo de alguna terraza o de algún lúgubre aparcamiento. Luego, cuando llueve, las pequeñas riadas se llevan a estos navegantes hacia los desagües.
Una patrulla de ciudadanos de la tercera edad de Hamburg, cerca de Búfalo, ha dicho basta, y emplea parte de su tiempo de ocio en recoger estas colillas del suelo. Su marketing no está nada mal. Se hacen llamar The Butt Kickers. Un juego de palabras que significa, a la vez, “los malotes” (aquellos que, según la expresión estadounidense, te “patean el culo”) y, más textualmente, los que dan patadas al butt, que, además de trasero, significa colilla (el trasero del cigarrillo). The Butt Kickers hacen labores de concienciación, entre los vecinos y en las escuelas, y organizan patrullas de limpieza de colillas. Todo lo que haría falta para cortar el problema de raíz, nos cuentan desde la organización, sería una mayor percatación por parte de los fumadores.
“Al participar en las limpiezas voluntarias, la comunidad ocupa un asiento de primera fila hacia la fea verdad: nuestras vías de agua locales están contaminadas con colillas de cigarrillo descartadas, que están hechas de plástico”, dice Elizabeth Cute, miembro de Buffalo Niagara Waterkeeper y responsable de la iniciativa. “Alumbrando el problema y a través de la educación, estamos animando a los amigos y a la familia a tener conversaciones sobre este problema y provocar un cambio en el comportamiento. Esperemos que las colillas que se tiran al suelo encuentren ahora un camino hacia el recipiente adecuado”.
Y eso que el filtro de los cigarrillos se inventó por razones sanitarias. Hasta los años 60 del siglo pasado, la mayoría de los pitillos se fumaba tal cual, sin ningún bache entre las ardientes hojas de tabaco y el esmalte dental, la lengua, la garganta y los pulmones del fumador. Sin embargo, en 1957 el Gobierno de EEUU observó que existía una relación entre el consumo de tabaco y el cáncer. La mortalidad entre los fumadores avanzaba un 70% más rápido que entre los no fumadores.
A las tabacaleras les entró miedo y empezaron a producir cigarrillos con filtro. Según científicos citados por The National Geographic, fue un intento de reducir, entre otras sustancias, el vertido de alquitrán en el cuerpo humano. Las tabacaleras probaron con filtros de algodón, carbón vegetal o almidón, pero el ganador, al final, fue el acetato de celulosa: las fibras de plástico que siguen usándose hoy en día. Las tabacaleras habían salido, publicitariamente, del paso. Pero se encontraron con otro problema: los filtros, al rebajar también unos cuantos químicos, hacían que los cigarrillos perdiesen efectividad, que se volviesen menos adictivos. Así que al filtro se le fue quitando eficacia. Había que proteger el producto.
Pese a que los pitillos se consumen en cinco minutos, fabricar sus filtros es, técnicamente, un proceso que puede durar meses. Los laboratorios aplican ácido acético a la celulosa, luego la disuelven y la dividen en finas, finísimas hebras sintéticas. El mazo que se hace con ellas recibe todo tipo de sustancias edulcorantes, suavizantes, colorantes, etcétera. Luego se abre, se plastifica y se moldea hasta formar un filtro. Cada filtro de cigarrillo contiene en torno a 15.000 de estas hebras. Los filtros, en los que, después de consumido, se queda el 50% del alquitrán del tabaco, son altamente contaminantes. Los que no terminan alfombrando los fondos marinos, disueltos en microplásticos, van a parar la tripa de pescados como el atún y, de ahí, a veces, a las nuestras. Lo comprobó un estudio de la Universidad de Viena publicado en 2018.
Parte del problema, como saben los Butt Kickers de Hamburg, es que el tabaquismo ha pasado de ser el Gran Satán de la salud pública a pasar a un segundo plano. Y es comprensible. Atrás quedaron los días en que uno volvía a casa, después de comer o de ver a los amigos, envuelto en un perseverante olor a tabaco. El humo en los espacios cerrados fue pasto de las leyes en la primera década de este siglo, y desde entonces el número de fumadores en los países occidentales no ha dejado de bajar. En Estados Unidos, por ejemplo, han pasado de fumar una de cada cinco personas en 2005 a una de cada siete en 2019. En 1960 fumaba casi la mitad del país.
Hace mucho que los protagonistas del cine ya no fuman, a no ser que sean personajes desaliñados, bebedores, con sobrepeso, incapaces de lidiar con los más rutinarios problemas. Si lo hicieran, tendrían que hacerlo a 60 metros de los colegios. Algunos países, como Nueva Zelanda, quieren ir más allá y han declarado su intención de eliminar completamente el tabaco para 2025. Entre otras medidas, Nueva Zelanda baraja prohibir su venta a todas aquellas personas nacidas después de 2004. La que sería la primera generación smoke-free de la historia. Una campaña que ha sumado el apoyo de organizaciones de salud y medioambientales.
Pero la industria vive, y hasta prospera. En Estados Unidos sigue habiendo unos 34 millones de fumadores. En el mundo, cerca de 1.100 millones. La tercera parte de ellos en China, donde la ratio de consumo de tabaco, entre los hombres, es de casi un 50%. Una menudencia, a su vez, si lo comparamos con Indonesia. Allí fuman siete de cada 10 hombres y las tabacaleras gozan de una increíble manga ancha. Pueden vender cigarrillos por separado y a la puerta de los colegios.